Regresé, tal como lo prometí en
los años más dulces de mi infancia. Esta vez volvía con los ojos colmados de
experiencias y memorias, ya merodeaba los 19 años. Llegué con otra mentalidad,
más libre, pretendiendo hacer del mundo una aceituna y devorarla al primer
mordisco, aun así me seguía sintiendo igual en cuanto mis ojos posaban
resueltos frente al Lago de Atitlán, percibían en aquel gigante azul de latido
pacífico al más sabio de los ancestros.
A pesar de haber viajado con un
grupo de amigos, precisaba de momentos a solas frente al Lago Atitlán, para
perderme en un fluir de ideas, como suele sucederme ante las pinturas cubistas.
Acomodada frente al lago las preguntas se agolpaban en mis sentidos, pero no furiosas
sino con una inquietud pacífica, espiritual. Aparecían con la mera intención
adentrarse a los más profundos significados de mi existencia.
Esa tarde, sentada frente a la
orilla del Lago Atitlán, contemplando el hundimiento lento de un ocaso al
horizonte, observé por el último tramo lateral de mi vista periférica la
majestuosidad de unos jardines paradisíacos extendidos frente a una catarata.
Captó de inmediato mi atención, y no solo por el cantar de centenares de
pájaros, ni por toda la vida que se resguardaba en ese verde laberinto, sino
por todo el arte que se veía elaborado en ellos. Eran los jardines de un hotel
que lleva ya algunas décadas en el lugar, que se convirtió en mi favorito,
sobre todo por lo que en él acaeció. Pero esa será otra historia.
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