Así fue como pasé una noche
espectacular, en una aventura que más parecía interminable, en los bellos
jardines del Hotel Atitlan, al que poco acudí para dormir. El desayuno fue
servido majestuosamente por quienes llevaban ya un tiempo trabajando en aquel
lugar, intuyo sus largas jornadas en aquellos espacios por la forma en que se movían por el lugar. En fin
todos muy serviciales, y yo sin poderme quitar la sonrisa desde la noche
anterior. Fue justo en ese momento que un mesero llamó mi atención, se acercó
presuroso y me otorgó un papelito mal improvisado en que apenas se notaban
algunas letras y números alborotados. Cuando pregunté de quién se trataba, me dijo que se lo había entregado el chico que se había hospedado en la habitación continua a la mía. Supe inmediatamente de
quién se trataba; antes de que el mesero se retirara agregó que lo había visto buscarme antes de irse.
Luego de retirarse vi su nombre y
su número, pero la verdad prefería dejarle el amor al azar, así que de la misma
forma que lo recibí lo dejé ir, con una sonrisa de agradecimiento. Disfruté de
un exquisito desayuno a la vista del gigante, que pacífico se veía más azul que
nunca. Y de pronto me perdía entre el jacuzzi que, además, está a la vista del
gigante y que pareciera mezclarse con él, a mi cuerpo lo invadía una
tranquilidad indescriptible, todo se veía más liviano. Respiraba con
la seguridad de un mañana próspero, sabiendo nuestra vulnerabilidad ante un
cosmos destellante, ante todo un universo. Aún me sorprende cómo ante su
magnitud nuestros problemas se reducen a la nada.
Desde entonces, cada vez que
llegué a los mágicos jardines del Hotel Atitlan cosas nuevas comenzaron a
sucederme…