Después de la última vez que
contemplé un ocaso al lado del gigante, después de ese furtivo encuentro con el
guardián de sus aguas, regresé. Volvía cada vez que podía al Hotel Atitlán, a reivindicar
su belleza a través de la mejor de mis sonrisas. Sus paradisiacos jardines me
rescataban de las cotidianidades y me permitían respirar profundamente, para
sentir emanar dentro de mí esa sensación que es idónea para toda existencia;
la liberté.
Después de un suculento almuerzo,
elixir de dioses, volví a la quietud de los jardines del Hotel Atitlán. Recordé
entonces aquella flameante serpiente emplumada que atravesó el Lago como si se
hubiese tratado de un destello de luz; de aquel guardián del Lago, pero no
uno cualquiera sino del Lago más hermoso del mundo, el Lago de Atitlan. ¡Vaya si la
naturaleza no necesita estar rodeada de guardianes! Que cada vez parecieran hacerse más
escasos ante la tempestuosa furia de la ambición humana. Es por eso que me
refugio en este palacio de jardines que me permite contemplar el latir del
gigante.
Me pregunto qué tan imprescindible
puede volverse en la vida de todo ser humano escapar con cierta eventualidad a
la monotonía; cuando lo recordamos mejor y lo pensamos bien nos damos cuenta que los pasos de la huida nos regresan a los bosques, lagos,
ríos, montañas… al fin natural de nuestros cursos. El guardián creo que
cumplió su deber de recordarme lo hermoso y necesario del gigante, de mostrarme
que aún permanece audaz a pesar de los continuos ataques humanos. Los humanos
no atacamos a la naturaleza por maldad sino porque hemos olvidado ese punto de
partida, ese principio de toda existencia; y que ahora siendo tan vulnerable
necesita de nuestra protección.
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